A pesar de sus éxitos, que suelen ilustrar casi a diario las páginas de color sepia de los periódicos, la biografía de Arnault es su tesoro mejor guardado puesto que siempre ha sabido poner un muro de distancia entre sus logros profesionales y su vida privada. Salvo contadas ocasiones, nunca habla de sí mismo ni de los suyos. Y si lo hace es por un objetivo: porque entiende que situarse en la primera fila de los titulares beneficiará a su imperio y hará que las expectativas sean mayores. De ahí que en las pocas entrevistas personales que conceda sea el primero en defender su privacidad y aclarar la excepcionalidad de ese encuentro.
Gran apasionado del arte, su perfil es el perfecto para lograr crear el grupo empresarial más importante del lujo, que aglutina firmas como Christian Dior, Louis Vuitton, Loewe, Givenchy o Moët & Chandon, entre otras. Pero todas las historias tienen un principio. Esta también.
Aunque en su oficina la consigna es que se sepa muy poco de su vida, sí ha trascendido que desde bien joven su gran sueño era convertirse en un gran concertista. Estudió piano desde bien niño y esa pasión le llevaría muchos años después a conocer a quien ya es su segunda esposa, la pianista Helene Mercier, con quien tiene tres hijos (con su primera esposa tuvo dos) y muchas cosas en común. Aparte de su pasión por la música les une el gusto por la calidad y cuentan que Mercier es quien más y mejor asesora al todopoderoso Arnault.
Hombre de finos gustos y exquisitas maneras, bajo las siglas de su empresa hay 46.000 personas que trabajan por todo el mundo y una serie de apuestas arriesgadas que dieron unos frutos que muy pocos hubieran vaticinado. Aunque sus primeros años en el mundo laboral fueron en el sector de la construcción, fue en el año 1984 cuando tomó el control de la empresa textil de Marcel Boussac que se encontraba en bancarrota y de ahí que la adquiriera un grupo financiero por el simbólico precio de un franco. Arnault se convirtió en el encargado de reflotar ese «muerto» que quedó bajo las siglas LVMH, que englobaba a Louis Vuitton y Moët Hennessy. Sin duda alguna uno de los momentos cumbre de este francés, que se autodefine hombre tímido pero apasionado por todo lo que hace, fue confiar la marca Christian Dior en John Galliano. Hoy nadie duda de cómo ha crecido esta firma que permanecía demasiado tiempo viviendo de las rentas y de la genialidad de su creador. Pero años atrás nadie hubiera confiado su tesoro más preciado a un diseñador gibraltareño que en su primera cita apareció con toda la cabeza llena de rastas y un maletín con sus dibujos.
Una arriesgada apuesta
Como el propio Arnault ha reconocido en el libro de entrevistas que firma Yves Messarovitch, el primer impacto fue de puro contraste, pero en cuanto empezó a ver sus bocetos se quedó fascinado por su talento. De Galliano le gusta todo -«es un creador al que todos imitan», ha dicho- y reconoce que tras alguno de sus desfiles alguna vez le ha comentado en tono jocoso que todavía esperaba más escándalo en la pasarela. Su apuesta fue arriesgada en cuanto a romper con el molde, pero los grandes aciertos sólo se logran con los grandes riesgos y en eso él es maestro, puesto que aparte de apostar por dos británicos para dos firmas francesas como Dior y Givenchy, luego se fijó en dos americanos, Marc Jacobs y Michael Kors, para Vuitton y Celine.
Arnault trajo aires nuevos para unas firmas que prometían desaparecer bajo la polilla del olvido y vio cómo el imperio de las siglas crecía de forma imparable, convirtiéndose él mismo en la séptima fortuna del mundo según la lista Forbes y consiguiendo unos beneficios en el año 2006 de más de 1.800 millones de euros. A pesar de tener 64 firmas y muchas otras inversiones (las últimas en Carrefour y Endemol, por citar sólo dos), siempre ha luchado por compaginar su vida profesional con la personal, y de ahí que se haya impuesto como norma no llegar a su casa más tarde de las 20.30 horas, desayunar todos juntos, pasar los fines de semana en familia y ayudar a sus hijos con los deberes. Aparte de un placer, para Arnault el contacto con los suyos es una necesidad que le ayuda a estar en contacto con la realidad y no aislarse en la clásica burbuja de poder que aisla a los grandes, y a veces hasta les hace caer de forma precipitada.
Fuente: Beatriz Cortazar para abc.es .